Descripción
El exilio republicano posterior a la última guerra civil española fue pródigo en testimonios públicos y privados sobre la idea y la historia de España, reformuladas a la luz de la última contienda. En ellos predominan una interpretación fatalista del destino de nuestra nación y una sensación de culpa colectiva que a menudo lleva a una autocrítica implacable sobre el papel de la izquierda en la política española de los años treinta. Esa larga y dolorosa reflexión sobre la guerra y la derrota alimenta un nacionalismo herido, basado en la nostalgia de España, que se evoca continuamente en textos literarios, discursos políticos, libros de memorias y epistolarios particulares. “La imagen de la Patria se agarra a nuestra alma”, le dirá el socialista Fernando de los Ríos a un compañero de partido que se encontraba refugiado en México. A la dimensión sentimental de esa vivencia de España en el exilio se añade la voluntad de encontrar soluciones al “problema español” que eviten nuevas guerras y nuevos destierros. “También me gustaría cambiar impresiones contigo sobre los problemas de España”, le escribe desde México el antiguo comunista Manuel Tagüeña a su viejo camarada José Laín Entralgo, exiliado en Moscú y hermano de Pedro Laín, “pues, como a ti también te ocurre, me siento más español que nunca”.
La expresión “Numancia errante” –una de las muchas definiciones de la emigración republicana acuñadas por sus protagonistas– conjuga una idea esencialista de España, de largo recorrido histórico, y la autoestima del exilio como encarnación de un pueblo invicto que cree merecer un destino mejor. De ahí la búsqueda de fórmulas políticas que hagan posible en el futuro conciliar libertad y convivencia, tomando nota de los errores del pasado y aprendiendo la lección de “la musa del escarmiento”, como pedía Manuel Azaña ya en 1938.
De la metafísica de la patria perdida se pasa de esta forma a componer una suerte de “manual de transiciones” para uso de los españoles del mañana que quisieran partir de la reconciliación nacional y de la búsqueda de lo que el propio Azaña denominó “asenso común” –justo lo que, según él, le faltó a la Segunda República– y desde los años setenta llamamos “consenso”. El discurso plantea la reflexión del exilio sobre la nación y su historia como un posible eslabón perdido de la Transición democrática, cuyos fundamentos históricos y morales se reconocen en algunos de estos testimonios. Además de repasar la abundante literatura de la llamada “España peregrina”, en particular la poesía, la narrativa y las revistas culturales, Numancia errante es una reivindicación de los epistolarios como fuente histórica, allí donde se expresan con mayor sinceridad e inmediatez los sueños, sensaciones e inquietudes de sus autores y del mundo al que pertenecen. Al leer en muchos de estos testimonios esa visión anticipada del futuro de España, imagen invertida de un pasado traumático, es obligado recordar las palabras escritas por Michelet en 1838, que encabezan uno de los epígrafes del discurso: “Cada época sueña la siguiente” [Chaque époque rêve la suivante].
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